Somos cacharros de cerámica, salvo por el hecho de que tenemos los ojos abiertos y podemos ver cómo se inicia el día.  La vida cósmica, la vida anímica, el agua, torrente continuo que vivifica al contacto con la luz. Se es poco más que una piedra si no se crea con el espíritu, si no se anima el cuerpo con la fuerza del pensamiento.

Hay sombras.

Quizás en la medida en que nos mantenemos en el plano vegetativo de la superficialidad y la supervivencia, no somos más que seres cibernéticos, programados para funciones específicas, rutinas voluntarias e involuntarias. Atendemos a convencionalismos trazados generacionalmente —reglas predestinadas para un fin arbitrario e inconsulto, dogmas y esquemas de la cultura que pronostican evoluciones inciertas.

Hay luz.

Se filtra por la ventana, atravesando el espectro de la vida que fluye a torrentes —el pensamiento, el conocimiento, la razón, la sabiduría milenaria y cíclica.  Es luz que angularmente roza el cráneo de la prisionera del barro.  La que la eleva de su humilde condición de primate darwiniano, taxonómico y, que erguida con los ojos abiertos, le permite atisbar el ancho horizonte de la divinidad.

Escrito en 1989.